Por: Josman Espinosa Gomez
Cada otoño, cuando los relojes se atrasan y la luz del día comienza a escasear más temprano, muchos notan un cambio sutil —o no tan sutil— en su estado de ánimo. Hay quien se siente más cansado, menos motivado o más propenso a la melancolía. Otros notan alteraciones en el sueño, el apetito o la concentración. La simple experiencia de salir del trabajo cuando ya es de noche puede generar la sensación de que el día se acortó, y con él, también la energía.
¿Es solo una percepción psicológica? En realidad, no. Cuando oscurece más temprano, nuestro cerebro atraviesa una serie de ajustes biológicos profundos, pues la luz natural es uno de los principales reguladores del ritmo circadiano: el reloj interno que dirige el sueño, la vigilia, el apetito, las emociones y el metabolismo.
Lo que sentimos durante el cambio de horario o en los meses más oscuros no es pereza ni simple sugestión. Es un fenómeno neuropsicológico con raíces evolutivas. A lo largo de miles de años, el cuerpo humano aprendió a sincronizarse con la luz solar. Por eso, cuando esa luz disminuye de manera abrupta, nuestro sistema nervioso, endocrino y emocional entran en un proceso de reajuste.
En esta columna exploraremos qué ocurre en el cerebro cuando los días se acortan, cómo ese cambio afecta nuestro comportamiento y estado de ánimo, y qué estrategias psicológicas y conductuales ayudan a mantener el equilibrio durante la transición.
1. El cerebro y la luz: una relación biológica esencial
La luz solar es mucho más que una fuente de energía externa: es un regulador maestro del cerebro. En la retina, además de los conos y bastones que permiten ver, existen células fotosensibles especiales llamadas células ganglionares intrínsecamente fotosensibles, que contienen un pigmento llamado melanopsina. Estas células no nos ayudan a ver, pero sí detectan la intensidad de la luz ambiental y envían esa información directamente al núcleo supraquiasmático del hipotálamo, conocido como elreloj biológico central.
Este núcleo funciona como un director de orquesta que regula los ritmos circadianos: patrones de 24 horas que coordinan procesos como el sueño, la temperatura corporal, la secreción hormonal y la liberación de neurotransmisores.
Cuando hay suficiente luz, el núcleo supraquiasmático envía señales que inhiben la producción de melatonina, la hormona del sueño. Cuando la luz disminuye, libera esa inhibición y permite que la melatonina aumente, generando somnolencia y preparando al cuerpo para el descanso.
Por eso, cuando el sol se oculta más temprano, el cerebro interpreta esa disminución lumínica como una señal de que es hora de reducir la actividad. Sin embargo, nuestras obligaciones diarias —trabajo, escuela, vida social— siguen al mismo ritmo. Ese desajuste entre lo que el entorno indica y lo que la vida moderna exige genera una disonancia biológica que se traduce en fatiga, irritabilidad o sensación de lentitud mental.
2. Cuando el día se acorta, la serotonina también cambia
La serotonina, neurotransmisor clave para el bienestar emocional, la energía y la motivación, también está influida por la luz solar.
Estudios neurobiológicos han demostrado que los niveles de serotonina en el cerebro aumentan con la exposición a la luz brillante y disminuyen cuando la luz natural es escasa.
Durante el otoño e invierno, especialmente en regiones con menos horas de sol, la reducción lumínica puede provocar una baja transitoria en la producción de serotonina, lo que explica por qué algunas personas se sienten más apáticas, tristes o con menor capacidad de concentración cuando oscurece temprano.
En casos más severos, esta disminución puede contribuir al llamado Trastorno Afectivo Estacional (TAE), una forma de depresión vinculada a los cambios de luz. Sus síntomas incluyen fatiga, aumento del apetito (especialmente por carbohidratos), hipersomnia y desmotivación. Aunque no todas las personas desarrollan este trastorno, muchos experimentan su versión leve o subclínica, manifestada como una “melancolía estacional” o un cambio sutil en el ánimo.
3. El papel de la melatonina: el reloj hormonal del sueño
La melatonina es una hormona producida por la glándula pineal que se libera en la oscuridad y regula el ciclo sueño-vigilia. Cuando los días se acortan, el aumento prematuro de la oscuridad induce una liberación más temprana de melatonina, lo que puede generar sueño o cansancio antes de lo habitual.
Sin embargo, como solemos mantener nuestras rutinas diarias —horarios de trabajo, estudio o cena—, el cerebro enfrenta una contradicción: el cuerpo quiere dormir, pero la agenda no lo permite.
Este desfase puede provocar insomnio nocturno, somnolencia diurna o un sueño poco reparador. Además, la melatonina no solo afecta el sueño, sino también la regulación del apetito y la temperatura corporal, lo que contribuye a esa sensación de “bajón” físico generalizado que muchas personas sienten en los meses de menor luz.
4. Conducta y estado de ánimo: el invierno interior
El oscurecer temprano no solo cambia los niveles hormonales: también altera nuestra conducta cotidiana. El cuerpo humano evolucionó durante miles de años adaptado a ciclos naturales de luz y oscuridad. En tiempos antiguos, cuando el sol se ocultaba, las actividades disminuían y el descanso ocupaba un papel central.
Hoy, sin embargo, vivimos expuestos a luz artificial constante y horarios prolongados de actividad, lo que genera un conflicto entre nuestro reloj interno y el reloj social. Este desajuste puede manifestarse de varias maneras:
- Cambios en el apetito: aumento del consumo de carbohidratos o alimentos calóricos, ya que el cerebro busca elevar los niveles de serotonina mediante el azúcar.
- Disminución de la motivación: cuesta más iniciar actividades o mantener la concentración.
- Aislamiento social: al oscurecer, disminuye la tendencia a salir, lo que puede reducir las interacciones y favorecer la sensación de soledad.
- Menor actividad física: menos luz implica menos salidas al aire libre, lo que a su vez reduce la exposición solar y la producción de vitamina D.
En conjunto, estos cambios pueden crear un círculo de retroalimentación negativa: menos luz, menos movimiento, menos interacción social y más decaimiento emocional.

5. Ritmos circadianos y relojes internos
Cada célula del cuerpo humano tiene su propio reloj biológico, regulado por el núcleo supraquiasmático. Este sistema controla la expresión de genes llamados “clock genes” (genes reloj), que sincronizan funciones como la secreción de cortisol, la presión arterial, el metabolismo y la temperatura. Cuando los días se acortan y la exposición a la luz cambia, esos relojes internos pierden sincronía entre sí, fenómeno conocido como desincronización circadiana. Los efectos pueden incluir alteraciones digestivas, dificultad para despertar o concentrarse, cambios de humor e incluso disminución de la inmunidad.
Por eso, el impacto del cambio de horario no se limita al sueño: afecta integralmente la fisiología del organismo y el equilibrio psicológico.
6. Evolución y biología del ahorro energético
Desde una perspectiva evolutiva, el cerebro humano fue moldeado para ahorrar energía durante las épocas de menos luz y temperatura más baja. En nuestros ancestros, el invierno significaba escasez de alimentos y necesidad de conservar calor; el cuerpo respondía reduciendo la actividad y aumentando la ingesta calórica. Esa herencia biológica persiste: el acortamiento del día estimula una tendencia natural a la conservación y al recogimiento. Por eso, no es casual que en los meses más oscuros busquemos espacios cálidos, comida reconfortante y rutinas más tranquilas. Nuestro organismo simplemente sigue un antiguo instinto de adaptación. El problema surge cuando ese impulso biológico entra en conflicto con el estilo de vida moderno, que exige productividad constante y disponibilidad emocional sin pausa.
7. El componente psicológico: la percepción del tiempo y la energía
Más allá de lo biológico, el cambio de horario tiene un impacto psicológico profundo: modifica la percepción subjetiva del tiempo. Cuando el día parece “acabarse” a las cinco de la tarde, muchas personas sienten que han perdido horas valiosas. Esa sensación puede generar frustración, ansiedad o apatía, sobre todo en quienes asocian la luz del día con productividad y control. Además, el cerebro asocia la oscuridad con reposo y con estados más introspectivos. Por eso, cuando el entorno se oscurece, nuestra mente tiende a volverse más reflexiva o melancólica. En algunos casos, esto puede ser una oportunidad para la pausa y el autocuidado. En otros, puede derivar en rumiación o tristeza, especialmente si existen duelos o pérdidas previas sin resolver.
8. El rol de la vitamina D y el sistema inmunológico
La exposición solar no solo regula el reloj interno, sino también la síntesis de vitamina D, necesaria para la salud ósea, inmunológica y cerebral. Diversos estudios han encontrado que niveles bajos de vitamina D se asocian con síntomas depresivos, menor energía y alteraciones cognitivas leves. Durante el otoño e invierno, la menor exposición solar puede contribuir a esa deficiencia, agravando el impacto del cambio de horario. Por eso, el abordaje del bienestar en esta época no debe limitarse a lo emocional: también incluye la nutrición, la actividad física y los hábitos de exposición a la luz natural.
9. El cerebro se adapta: plasticidad y resiliencia
La buena noticia es que el cerebro posee una enorme capacidad de adaptación. En cuestión de días o semanas, los ritmos circadianos pueden reacomodarse si se les ofrece la información adecuada: luz, movimiento, rutinas consistentes y descanso suficiente. La neuroplasticidad —la habilidad del cerebro para reorganizar sus conexiones— permite que, incluso en contextos de menor luz, las personas encuentren nuevas formas de mantener su energía y equilibrio emocional. Por eso, más que “combatir” la oscuridad, se trata de **aprender a acompañarla con inteligencia emocional y hábitos saludables

Sugerencias psicológicas y conductuales para adaptarse al cambio de horario
1. Busca la luz natural cada mañana.
La exposición a la luz solar durante los primeros 30 minutos del día es una de las herramientas más efectivas para reajustar el reloj interno. Si es posible, camina o desayuna cerca de una ventana.
2. Mantén horarios regulares.
Dormir y despertar a la misma hora, incluso los fines de semana, ayuda a estabilizar el ritmo circadiano. Evita compensar el cansancio con siestas largas.
3. Modera el uso de luz artificial por la noche.
Las pantallas (celular, televisión, computadora) emiten luz azul, que inhibe la melatonina. Usa filtros cálidos o limita su uso una hora antes de dormir.
4. Incorpora actividad física diaria.
El ejercicio estimula la liberación de serotonina y dopamina, contrarrestando el bajón emocional asociado a la menor luz. Idealmente, hazlo al aire libre o en las horas más luminosas.
5. Cuida tu alimentación.
Incluye alimentos ricos en triptófano (como plátano, avena, nueces, pescado o huevo) que favorecen la producción de serotonina. Evita el exceso de azúcar refinada.
6. Usa luz artificial estratégica.
En regiones con inviernos severos, puede utilizarse **terapia de luz** (light therapy), bajo supervisión profesional, para compensar la falta de exposición solar.
7. Crea rutinas agradables al anochecer.
Aprovecha la oscuridad temprana para actividades que promuevan relajación: lectura, música, meditación o cocinar algo reconfortante.
8. Mantén el contacto social.
La tendencia al aislamiento se reduce si programamos encuentros, llamadas o actividades con amigos. El contacto humano libera oxitocina, que mejora el ánimo.
9. Fortalece tu salud mental preventiva.
Si notas tristeza persistente, insomnio o pérdida de interés en tus actividades, busca orientación psicológica. Un ajuste emocional temprano evita cuadros depresivos.
10. Aprende a reinterpretar el invierno.
Más que resistir el cambio, puedes vivirlo como una invitación a la introspección. Los meses de oscuridad también ofrecen espacio para la calma, el orden interno y la creatividad.
Cuando oscurece más temprano, no solo cambia el paisaje: cambia nuestra biología. El cerebro, profundamente vinculado a la luz, ajusta sus relojes internos, sus niveles hormonales y su química emocional para adaptarse a un entorno que le dice “descansa”. El problema no es la oscuridad, sino el choque entre ese mensaje natural y las exigencias de la vida moderna que nos piden seguir corriendo con la misma energía. Comprender estos mecanismos no solo nos permite explicar por qué nos sentimos distintos en esta época, sino también actuar con mayor autocompasión y sabiduría. No se trata de “vencer” el cansancio o la melancolía, sino de reconocer que son parte de un proceso biológico legítimo.
La clave está en sintonizarnos con nuestro ritmo natural: aprovechar la luz cuando la hay, descansar cuando el cuerpo lo pide y mantener rutinas que equilibren el cuerpo, la mente y la emoción. Cuando aprendemos a vivir de acuerdo con los ciclos de la luz —y no en guerra con ellos—, descubrimos que el invierno no solo trae oscuridad, sino también una forma más profunda de claridad: la del conocimiento de uno mismo.
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