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Cuando extrañamos a quien ya no está: el cerebro, la mente y la conducta frente a la ausencia

Por: Josman Espinosa Gómez

Extrañar a alguien que ha muerto es una de las experiencias más universales y, al mismo tiempo, más difíciles de describir. No hay lenguaje suficiente para expresar lo que ocurre cuando una presencia cotidiana —una voz, una risa, una rutina compartida— se apaga de repente. La ausencia deja un eco, un vacío que no solo se siente en el corazón, sino también en el cuerpo y en el cerebro.

La ciencia y la psicología han estudiado el duelo desde múltiples perspectivas. Sabemos hoy que extrañar a un ser querido no es solo una reacción emocional, sino también un proceso biológico y neuropsicológico complejo. Nuestro cerebro está diseñado para vincularse, para reconocer patrones afectivos y para buscar lo familiar. Cuando alguien muere, ese sistema sigue activo, pero se encuentra con una contradicción: la persona ya no está, aunque su imagen y su recuerdo sigan vivos en nuestra mente.

En esta columna exploraremos qué le sucede a nuestro cerebro cuando extrañamos a alguien que ha fallecido, cómo se manifiesta ese proceso en nuestra conducta y emociones, y qué estrategias psicológicas pueden ayudarnos a transitar el dolor sin quedarnos atrapados en él.

Porque extrañar, aunque duela, también es una forma de recordar, y recordar —cuando se hace con consciencia y amor— es una manera profunda de seguir vinculados con la vida.

ausencia duelo

1. El cerebro del apego: por qué formamos lazos

Desde el punto de vista neuropsicológico, los seres humanos nacemos programados para crear vínculos afectivos. Estos lazos, que comienzan con la relación primaria entre el bebé y su cuidador, son esenciales para la supervivencia.

El psicólogo John Bowlby, pionero de la teoría del apego, describió cómo el cerebro humano desarrolla sistemas emocionales que buscan cercanía, protección y conexión con los demás.

Cada vez que nos relacionamos con alguien importante —una pareja, un amigo, un hijo, un hermano—, nuestro cerebro libera oxitocina, dopamina y endorfinas, neurotransmisores asociados al bienestar, la confianza y el placer. Esa persona se convierte en un “referente emocional” interno: su presencia regula nuestras emociones, nos calma y nos da sentido.

Por eso, cuando alguien significativo muere, el cerebro no entiende inmediatamente la pérdida. Las redes neuronales del apego siguen activas, esperando señales de contacto. A nivel cerebral, seguimos “buscando” a esa persona, aunque sepamos racionalmente que ya no está.

2. La desconexión del vínculo: una paradoja neurológica

El proceso de duelo puede entenderse como una reorganización cerebral del apego. Las áreas implicadas en el vínculo —como la amígdala (centro de las emociones), el hipocampo (memoria) y la corteza prefrontal (razonamiento)— deben reconfigurarse para aceptar la ausencia.

En los primeros días o semanas tras la pérdida, muchas personas experimentan una sensación de irrealidad o confusión: “Siento que va a entrar por la puerta”, “Todavía le hablo en mi mente”, “No puedo borrar su número del teléfono”.
Estas reacciones no son señales de locura, sino de la persistencia del circuito de apego. El cerebro, habituado a la presencia constante del otro, necesita tiempo para desactivar los patrones de búsqueda.

Los estudios de neuroimagen muestran que recordar a un ser querido fallecido activa las mismas regiones cerebrales que se activan cuando pensamos en alguien vivo. Esto explica por qué los recuerdos pueden generar emociones tan intensas, incluso años después: el cerebro no distingue con claridad entre una presencia física y una representación emocional cargada de significado.

3. El dolor físico del duelo

Extrañar a alguien no solo se siente en la mente, sino literalmente en el cuerpo.
Las investigaciones en neurociencia afectiva han demostrado que el dolor social y el dolor físico comparten las mismas redes neuronales.

El área conocida como corteza cingulada anterior, que se activa cuando sufrimos una herida física, también se activa cuando experimentamos rechazo, pérdida o separación.

De ahí la expresión “dolor del alma” o “dolor en el pecho”: no es una metáfora poética, es una experiencia neurológica real.

El cerebro percibe la ausencia como una amenaza a la integridad emocional, y esa señal desencadena síntomas fisiológicos:

  • sensación de opresión en el pecho,
  • fatiga,
  • insomnio,
  • pérdida de apetito,
  • tensión muscular.

Este sufrimiento no es signo de debilidad, sino de un sistema emocional que intenta adaptarse a una nueva realidad.

4. Las fases del duelo y la función de extrañar

El duelo no es un proceso lineal ni universal, pero existen fases que ayudan a comprender sus etapas.

El modelo más conocido es el de Elisabeth Kübler-Ross, que propone cinco fases: negación, ira, negociación, depresión y aceptación.

Sin embargo, más allá de los modelos, lo esencial es entender que extrañar es el puente que permite al cerebro pasar del vínculo físico al vínculo simbólico.

En otras palabras, cuando extrañamos, nuestro cerebro está intentando reconstruir la relación en el plano interno. Ya no podemos ver o tocar a esa persona, pero sí podemos mantener su significado en nuestra memoria emocional.

Este proceso es crucial: permite mantener un lazo sano con el recuerdo, sin quedar atrapados en la ausencia.

El duelo no borra el amor; lo transforma en una presencia interior que deja de doler con el tiempo.

5. Los recuerdos y la neuroplasticidad del duelo

El cerebro humano es plástico: cambia y se adapta.

Durante el proceso de duelo, el hipocampo —responsable de consolidar la memoria— trabaja intensamente para reorganizar los recuerdos asociados al ser querido.

Al principio, esos recuerdos pueden ser abrumadores o dolorosos, porque el cerebro los asocia con la pérdida reciente.

Con el tiempo, y gracias a la repetición y al procesamiento emocional, los mismos recuerdos pueden transformarse en fuentes de consuelo y gratitud.

Este cambio neuroplástico es lo que permite pasar del “ya no está” al “lo que significó y me dejó”.

En esa transición, la memoria se convierte en un espacio de reconciliación: recordar deja de doler, y comienza a nutrir.

6. Conductas que emergen al extrañar

Cuando extrañamos profundamente a alguien que ha muerto, nuestras conductas pueden cambiar de formas sutiles o intensas. Algunas son adaptativas; otras, señales de que el duelo necesita acompañamiento.

Conductas comunes y normales:

  • Revisar fotos, escuchar canciones o visitar lugares que evocan al ser querido.
  • Hablar con esa persona en la mente, escribirle o rezar.
  • Guardar algunos objetos significativos.
  • Tener sueños vívidos donde parece “volver”.

Estas acciones ayudan al cerebro a procesar la pérdida y a integrar la memoria. Son parte del ritual natural de la nostalgia.

Conductas problemáticas o de duelo complicado:

  • Aislarse socialmente por largos periodos.
  • Negarse a aceptar la muerte, evitando hablar del tema o mantener la habitación intacta durante años.
  • Buscar de manera compulsiva señales o experiencias paranormales para “contactar” con el fallecido.
  • Depresión persistente, culpa excesiva o ideación suicida.

En estos casos, el cerebro ha quedado atrapado en la fase de búsqueda o negación, y la persona necesita apoyo terapéutico para reequilibrar su sistema emocional.

7. Las emociones que acompañan el extrañar

Extrañar a quien murió moviliza una compleja red de emociones: tristeza, amor, enojo, nostalgia, culpa, gratitud. Cada una cumple una función distinta.

  • La tristeza permite tomar conciencia de la pérdida y soltar lo que ya no se puede recuperar.
  • La culpa (por no haber hecho más, dicho más, estado más) expresa la necesidad de reconciliación interna.
  • La rabia es la reacción ante lo injusto de la muerte.
  • La gratitud aparece cuando el recuerdo deja de doler y se transforma en enseñanza.

El cerebro no puede procesar todas estas emociones al mismo tiempo; lo hace por capas, como olas que van y vienen. Por eso el duelo no es una línea recta: un día parece que hemos avanzado, y al siguiente sentimos que retrocedemos. Pero cada recaída forma parte del proceso de integración.

8. La espiritualidad y el cerebro del consuelo

La neurociencia contemporánea ha explorado cómo las creencias espirituales o religiosas activan regiones del cerebro asociadas con la calma y la esperanza (como el córtex prefrontal medial).

Creer que el ser querido “está en un lugar mejor”, o que “de algún modo sigue acompañando”, puede reducir la ansiedad y ayudar a construir significado ante la pérdida.

No se trata necesariamente de religión, sino de dar sentido a lo ocurrido. El cerebro necesita narrativas que expliquen la realidad; cuando una pérdida parece absurda, esa falta de sentido incrementa el sufrimiento.

Encontrar una interpretación simbólica o espiritual ayuda a restaurar la coherencia interna: “No lo perdí del todo, lo llevo conmigo”.

9. La importancia de los rituales

Los rituales de despedida —velorios, misas, conmemoraciones, aniversarios— cumplen una función psicológica y neurobiológica esencial: ayudan al cerebro a aceptar la realidad de la pérdida.

Marcar un antes y un después a través de actos simbólicos (encender una vela, plantar un árbol, escribir una carta, conservar una foto) permite transformar la ausencia en recuerdo y el dolor en homenaje.

Los rituales también activan el sentido de pertenencia: al compartir el duelo con otros, se reduce el aislamiento emocional.

El cerebro social encuentra consuelo en el contacto humano: el abrazo, la conversación y la empatía liberan oxitocina, que contrarresta la sensación de vacío.

10. Duelo y aprendizaje emocional

A lo largo del proceso, el cerebro aprende. Estudios recientes muestran que quienes logran elaborar un duelo sano desarrollan mayor empatía, tolerancia a la frustración y resiliencia emocional. El dolor, bien procesado, se convierte en sabiduría emocional: una comprensión más profunda de la vida, la muerte y el amor.

Extrañar, entonces, no es un fallo, sino una forma de seguir aprendiendo a amar desde otra dimensión.

Como escribió el psicólogo Viktor Frankl, “el sufrimiento deja de serlo en el momento en que encuentra un sentido”.

Sugerencias psicológicas para vivir el proceso de extrañar

  1. Reconoce y acepta tus emociones.
    No intentes evitar el dolor ni forzarte a “estar bien”. El duelo necesita tiempo y espacio. Sentir tristeza, enojo o nostalgia no significa debilidad; significa humanidad.
  2. Crea rituales personales.
    Escribe una carta, enciende una vela, escucha una canción significativa. Los actos simbólicos ayudan al cerebro a procesar la pérdida y dar un cierre emocional.
  3. Mantén una conexión sana.
    Puedes recordar, hablarle o pensar en esa persona sin negar la realidad. La memoria puede ser refugio, no prisión.
  4. Habla del tema.
    Compartir el duelo con amigos, familiares o grupos de apoyo reduce el aislamiento. Poner palabras al dolor lo vuelve más manejable.
  5. Cuida el cuerpo.
    Dormir, alimentarte bien y moverte físicamente ayuda a regular el sistema nervioso. El cuerpo también necesita tiempo para adaptarse a la pérdida.
  6. Evita decisiones impulsivas.
    En los primeros meses, el cerebro está alterado. Es mejor postergar decisiones grandes (mudanzas, cambios de trabajo) hasta recuperar estabilidad emocional.
  7. Busca ayuda profesional si es necesario.
    Si la tristeza no disminuye, si hay pensamientos de culpa extrema o desesperanza, acudir a un psicoterapeuta especializado en duelo puede marcar una gran diferencia.
  8. Transforma el recuerdo.
    Con el tiempo, busca formas de convertir la ausencia en legado: hacer algo en honor a esa persona, continuar un proyecto que le importaba o simplemente vivir de una manera que refleje su influencia positiva en ti.
  9. Permítete reír.
    Reír o disfrutar no es traicionar la memoria del otro. Es un signo de que el vínculo ha encontrado un lugar más sereno dentro de ti.
  10. Confía en el tiempo.
    El duelo no se supera, se integra. El amor no desaparece; cambia de forma. Con el tiempo, el recuerdo se vuelve más liviano y la ausencia menos dolorosa.

Cuando extrañamos a alguien que ha muerto, nuestro cerebro vive una paradoja: busca a quien ya no puede encontrar. Las redes neuronales del apego siguen activas, el cuerpo reacciona como si la separación fuera física, y la mente lucha por aceptar una realidad que duele.

Sin embargo, con el paso del tiempo, esa misma mente tiene la capacidad de reorganizarse, adaptarse y resignificar. El dolor no se olvida, pero se transforma.

Extrañar no es un error del cerebro ni una debilidad del corazón. Es la huella natural del amor y la conexión humana. Cada pensamiento, cada recuerdo, cada emoción que emerge es una señal de que ese vínculo existió, y que algo de él sigue vivo en nosotros.

En última instancia, el duelo es el precio de haber amado. Pero también, con el tiempo, puede convertirse en un testimonio de gratitud. Porque si duele tanto perder, es porque fue profundamente valioso haber tenido.

Y cuando aprendemos a mirar la ausencia desde esa perspectiva, el cerebro y el corazón comienzan a encontrar calma en un nuevo tipo de presencia: la presencia del recuerdo, del aprendizaje y del amor que permanece.

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